Relación del psicoanálisis con las otras ciencias
Nota: Lo que sigue es parte de un capítulo de un libro mío de próxima publicación. En subsiguientes entregas continuaré con este y otros capítulos

(Sigmund Freud: Epílogo a ¿Pueden los legos ejercer el análisis?,
1927)
El trabajo del cual fue tomada la
cita anterior apunta a una visión futura del psicoanálisis donde éste no sea
una “rama”[1]
de la medicina, de la psicología o de ninguna otra disciplina, sino una nueva y
aparte por derecho propio, pero que se nutra de aquellas y de muchas otras
ciencias básicas y aplicadas. Esa situación prevista por Freud dista de ser así
hoy en día, no tan solo porque en el pensum
de la formación analítica no se contemplan aquellas materias, sino que para ser
psicoanalista todavía se debe ser médico o psicólogo[2]
antes, pues el psicoanálisis no se estudia en la Universidad como una carrera,
y la formación como psicoanalista sigue siendo una especie de post-grado que
tampoco se estudia en la Universidad. Razones prácticas e históricas[3]
lo han fijado así, y aunque ya existen muchos cursos teóricos universitarios
sobre psicoanálisis, la formación analítica propiamente dicha –que incluye
seminarios exhaustivos, supervisiones prolongadas de casos, y el imprescindible
análisis personal- se sigue impartiendo
en los Institutos de enseñanza de las Asociaciones psicoanalíticas, y quizás falte
mucho para que esto cambie. Pero aquel plan de estudios que visionaba Freud
para el futuro no es, como pudiera creerse, un simple asunto de “cultura
general” que sería más o menos deseable para el candidato adquirir en sus
estudios, sino que el psicoanálisis, como disciplina, tiene que ver indisociablemente con aquellas materias
que menciona Freud, y con otras.
Aclararé lo que quiero decir con
esto. La realidad que la ciencia (cualquiera de ellas, incluido el
psicoanálisis) se propone comprender, no es simple sino compleja, y no es
simplificándola más en una teoría psicológica o biológica, física,
antropológica, sociológica o psicoanalítica, como vamos a alcanzarla, sino
reconociendo aquella complejidad y entendiendo que todas estas disciplinas, y
otras, constituyen quizás diferentes puntos
de vista de una realidad única. Esta realidad que intentamos comprender (el
“objeto” a estudiar), que en nuestro caso específico podríamos llamar “el
hombre” (denominación tan amplia que obliga a incluir, como se ve, a muchas disciplinas),
requiere de un abordaje multidimensional y no disgregador. Este tipo de
abordaje, en nuestra época, ha recibido el nombre de “complejo”.
El
pensamiento complejo
La palabra complejidad, de cierta actualidad en muchas descripciones científicas de
hoy, no resulta fácil de abordar a
los no iniciados (entre los que me incluyo). En primer término, porque evoca
ideas de complicación, oscuridad y desorden, tan diferentes de lo que por
muchos años ha sido un ideal científico de sencillez y claridad, de leyes simples
gracias a las cuales se podría comprender el aparente desorden y opacidad de la
naturaleza. En segundo lugar, porque proviene de dos áreas de conocimiento que,
en principio, no parecen conectadas entre sí, a pesar de denominarse con la
misma palabra. Me refiero, por un lado, a las ciencias físicas y naturales en
general, donde la noción de sistemas
complejos se encuentra, como digo, en boga, y por el otro a la postulación filosófica
de Edgar Morin, quien, incorporando en el conocimiento al sujeto que conoce, y no tan solo al objeto, como solíamos hacer
hasta hace muy poco, propone un “pensamiento
complejo” como única forma válida hoy en día de abordar científicamente,
tanto los fenómenos naturales como los sociales, y que sería la única
posibilidad de comprensión científica de lo subjetivo (como opuesto a lo objetivo).
Esta última calificación puede resultarnos extraña, pues un ideal científico
muy arraigado en el siglo XX solía ser la objetividad,
es decir, lo subjetivo debía evitarse como una peste, para poder comprender
“objetivamente”[4]. Pero
finalmente la ciencia ha admitido plenamente que la observación del objeto es
inconcebible sin un sujeto observador, que inevitablemente interactúa con aquel,
por lo que no podemos prescindir de él cuando describimos los fenómenos
observados.
Pero tanto el enfoque de las
ciencias naturales como el de Morin aluden a lo multidimensional con que nos
encontramos cuando pretendemos comprender algo del mundo, aunque ciertamente
convendría definir mejor a cada uno de estos enfoques, puesto que han surgido
en campos diferentes. Los sistemas complejos, tal como se entienden en las
ciencias llamadas “duras”, se refieren a sistemas compuestos de varios aspectos
que interactúan entre sí en formas que permanecen inabarcables o incluso
ocultas a nuestra comprensión, provocando efectos imposibles de explicar por el
estudio parcial de esos aspectos. El ejemplo más divulgado de sistema complejo
es el famoso “efecto mariposa”, por lo general descrito en relación al clima
terrestre, pero que se puede aplicar a muchas situaciones físicas, químicas,
biológicas, etc. En el psicoanálisis, las nuevas concepciones intersubjetivas
(Stolorow, R.D., 1997) han utilizado una metáfora donde se considera a la díada
analista-paciente (y asimismo a la interacción niño-padres durante el
desarrollo) como un sistema complejo, también llamado dinámico o no-lineal, con
todas las consecuencias que se derivan de ello: la interacción de los dos
miembros de la díada es puesta en el primer
lugar para explicar los cambios ocurridos en el sistema, que sin embargo no son
predecibles partiendo de los dos participantes, puesto que constituyen un
sistema complejo, imposible de predecir a partir de sus elementos constitutivos.
No profundizaré ahora, sin embargo, en esta concepción, puesto que la
retomaremos en el capítulo 8, cuando hablemos de la teoría intersubjetiva.
Las propuestas de Morin, según
propia confesión, tienen como fuente de inspiración los progresos a los que
acabamos de aludir con los sistemas complejos, pero además la Cibernética, la Teoría
de la Información y la Teoría de Sistemas. Pero él, filósofo como era, amplía
la idea de complejidad a todas las
ciencias, incluidas las llamadas “del hombre” (psicología, sociología,
antropología, economía, etc.), llegando incluso a plantear o sugerir el ideal
de una “ciencia única”, que intentaría abarcar todas las dimensiones posibles
(sabiendo que ello es un ideal imposible), hoy en día disgregadas en las diferentes
disciplinas científicas. Es para lograrlo que propone la necesidad de un pensamiento
complejo. Tal pensamiento estaría “animado
por una tensión permanente entre la aspiración a un saber no parcelado, no
dividido, no reduccionista, y el reconocimiento de lo inacabado e incompleto de
todo conocimiento” (E. Morin, 1990).
Esta idea de incompletud inevitable abarca también los conceptos de
incertidumbre y ambigüedad, postulados en la física cuántica con los trabajos
de Heisenberg y otros, pero que encontraremos también en otros terrenos,
incluso tan alejados de la física como la filosofía o el psicoanálisis.
Dice Morin que todo conocimiento
opera mediante la selección de datos significativos y el rechazo de los no
significativos. Tal selección –cuáles son considerados significativos y cuáles
no- se realiza en base a un paradigma teórico preexistente. Como ejemplo clásico
en la historia de la ciencia, él contrasta la visión geocéntrica de Ptolomeo
con la heliocéntrica de Copérnico, donde los datos inexplicables –y por ello
rechazados como no significativos- en la primera teoría, son elevados a la
categoría de significativos en la segunda. Por supuesto que, según predomine
uno u otro paradigma, las consecuencias prácticas serán importantes y divergentes.
Otro ejemplo concreto, y muy ilustrativo, lo encontramos en la observación
telescópica de la luna que, en 1609, realizaban Galileo y Thomas Harriot, cada
uno por su lado (Holton, G. 1998): mientras el primero, basado en un paradigma copernicano
(en el cual todos los cuerpos celestes debían ser similares a la tierra), veía
montañas y cráteres en la luna, Harriot, basado en la doctrina de Ptolomeo (en
la que los cuerpos celestes, a diferencia de la tierra, debían ser lisos), y utilizando el mismo instrumento que
Galileo, no los veía. Cuando Harriot leyó el libro de Galileo y,
entusiasmado por sus descubrimientos, se decidió a cambiar de paradigma, entonces sí los vio, e incluso con más
profusión que Galileo. He destacado las frases anteriores para resaltar la
importancia del observador, siempre (e inevitablemente) provisto de un
paradigma teórico preexistente a su observación, y su influencia sobre la
interpretación de los fenómenos. En la misma forma, la comprensión de la fuerza
gravitacional será distinta vista desde el paradigma newtoniano que desde el
einsteniano, y así podríamos multiplicar los ejemplos.
[1] Nótese, tan solo como otro ejemplo de lo mencionado en el capítulo
anterior, la metáfora utilizada aquí, donde los árboles, una parte de ellos,
son el vehículo del tópico que interesa.
[2] Aunque hay notables excepciones en la historia del psicoanálisis (algunas
universitarias, pero otras no, incluyendo clérigos y amas de casa, etc.), y aun
hoy en día.
[3] En la práctica, tan solo los médicos y psicólogos tienen licencia
legal para ver pacientes, y si en sus
comienzos la formación analítica fue estrictamente privada, por razones que ya
hoy no tienen razón de ser, así ha continuado siendo, no obstante, hasta
nuestros días.
[4] Ideal que, lamentablemente, impregnó también a las ciencias del
hombre, llevando a la psicología, por ejemplo, a aberraciones como los “laboratorios
de conducta”, donde en vez de hombres había ratas sometidas a experimentación
“psicológica”. El salto lógico ulterior fue ver y tratar a los hombres como
ratas, obviando todo lo que hay de más “humano” en aquellos.
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