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Eric Kandel |
Las “neurociencias”
Cuando yo estudiaba Medicina en
los años 60, las “neurociencias” no existían tal como se las concibe hoy, como
una disciplina científica compuesta de varias otras (de allí el plural), pero
que en verdad podemos concebir como una sola, y definirla como la ciencia del funcionamiento cerebral:
una definición muy breve pero que abarca un campo muy amplio. Esta disciplina podría
ser una aproximación a lo que Edgar Morin proponía que fuera la ciencia: única,
transdisciplinaria y compleja. En los años 60 existían, sí, la neuroanatomía,
la neurofisiología, una neuroquímica incipiente, y algunas otras especialidades
aisladas que hoy se han ido integrando a lo que se llama “neurociencias” (el
psicoanálisis, como veremos luego, se podría considerar una de ellas); pero en
aquel entonces la idea de Morin, que nos parece más natural hoy, resultaba poco
menos que impensable. Muchos descubrimientos tendrían que sobrevenir aun, pero
sobre todo faltaba que entráramos de lleno en el espíritu postmoderno actual,
para que esta disciplina se conformara en lo que hoy es la neurociencia. Como
se ve, yo prefiero el singular, y así la seguiré denominando de aquí en
adelante.
Esta posición tan especial de la
neurociencia se debe a que el cerebro humano, amén de ser el órgano más
complejo del organismo, es el que tiene que ver con nuestras funciones
cognitivas, nuestra conducta, nuestras emociones, la memoria (y con ella nuestra
historia, real o supuesta), la conciencia y el inconciente, la relación con
otros seres humanos, la vida en sociedad, y muchas otras cosas. Es esta imbricación ineludible entre
cerebro y mente la que justifica la estrecha relación de la neurociencia con la
psicología, el psicoanálisis, la sociología, etc., pues el psiquismo humano,
así como sus aspectos “culturales”, únicamente en el cerebro tienen su asiento.
Hubo un tiempo en que el desconocimiento casi absoluto del funcionamiento del
cerebro justificó el surgimiento de aquellas disciplinas humanísticas como
ciencias independientes, pero hoy en día los abundantes descubrimientos en este
particular y en otros como la genética, la física, la bioquímica, etc., hicieron
imperativo cotejar los descubrimientos anteriores de aquellas ciencias con los
de los neurocientíficos, en un intercambio de doble vía que va resultando
fructífero. El psicoanálisis ha tenido un puesto destacado en este intercambio
por la profundidad de sus insights
propios. Freud, en una época tan lejana como 1895[1], tuvo
un atisbo muy claro de la necesidad de esta colaboración, pero carecía por
completo de los instrumentos necesarios para llevar a cabo su ambicioso
proyecto de una “psicología neurológica”, de modo que, fracasado este, se
dedicó de lleno a inaugurar y desarrollar una nueva ciencia que llamó
psicoanálisis, más cercana a la psicología y la psicopatología, lo que le
permitió avanzar con rapidez en su práctica clínica y en su teorización, pero
en la que nunca dejó de lado por completo lo que podríamos llamar una
neurociencia intuitiva. Algunas de sus intuiciones teóricas han sido comprobadas
hoy, mientras otras se han descartado, pero no deja de llenarnos de admiración su
clarividencia.
La neurociencia y el psicoanálisis
Echemos un vistazo rápido a
aquellos descubrimientos de la neurociencia que tienen una íntima relación con
el psicoanálisis (y viceversa, recordemos que esta es una vía de doble
dirección). Comencemos por el desarrollo cerebral después del nacimiento. El
cerebro, como ningún otro órgano, es inmaduro al nacer y requiere de un tiempo
prolongado para madurar, y más aun, diríamos que la vida entera, para
desarrollar todo su potencial. Ello no implica sumar neuronas, pues ya venimos
con más de las que vamos a necesitar en la vida, sino sumar circuitos neuronales. Y los circuitos
neuronales tan solo se desarrollan
ejercitando las funciones correspondientes, sea ésta la visión, la
motricidad o la relación con los demás seres humanos, por poner tres casos típicos
e importantes. Si la vista no se ejercita, por ejemplo cuando existen cataratas
congénitas que no son operadas a tiempo, a partir de cierto momento ya no se
podrá recuperar la visión aunque ocurra la operación, y tendremos un sujeto
ciego. Winnicott fue uno de los primeros en descubrir que si la relación con
una madre “suficientemente buena” no ocurre en las primeras etapas de la vida,
y en la que él llamaba fase transicional, los daños psíquicos sobre la
socialización son irreversibles y tendremos, probablemente, un sociópata o un
psicótico. Esta idea sobre la importancia de las relaciones tempranas con las
figuras parentales ha prendido con mucha fuerza en el psicoanálisis teórico y
clínico, y es hoy un pilar fundamental en la comprensión de la patología
psíquica en todas las teorías psicoanalíticas en boga.
Desde el punto de vista
neurológico esto se debe a que la capacidad del ser humano para “mentalizarse”,
esto es, para entender que yo tengo una mente con emociones, deseos y
pensamientos y que los demás también la tienen similar a la mía, depende de la
existencia de las llamadas “neuronas en espejo”[2],
que me capacitan para entender a los demás (así como a los demás para
entenderme a mí) gracias a un mecanismo de feedback
afectivo o “espejamiento”[3],
en que el rol de los padres es tan importante como el del niño. La relación de
esto con la teoría de Kohut sobre el surgimiento y fortalecimiento del self
gracias a la relación con los que este autor llama “objetos del self” (por lo general representados por los padres) salta a la
vista. Kohut descubrió que en aquellos pacientes llamados narcisistas la
ausencia o insuficiencia de un “espejamiento narcisista” de los padres hacia el
niño provoca grandes fallos en la conformación estructural de un narcisismo
normal en este, con todas las consecuencias patológicas graves que de allí se
derivan. Afortunadamente también descubrió que este proceso (en los pacientes
narcisistas), puede ser reversible en el proceso psicoanalítico, en buena parte
gracias a la empatía del terapeuta. La misma idea subyace al concepto de “reverie” de Bion, o el ya mencionado de “madre
suficientemente uena” de Winnicott, o los estudios sobre la relación
padres-bebé de los analistas relacionales e intersubjetivos, etc.
Los neurocientíficos han
descubierto cosas muy interesantes para el psicoanálisis (y también este para
la neurociencia, hay que decirlo) acerca de la memoria. Hasta bien avanzado el
siglo XX solo se reconocía un tipo de memoria, la llamada evocativa, pero ahora se han descrito varios otros tipos que no
tienen que ver con el recuerdo conciente. De gran interés para el psicoanálisis
resultó el descubrimiento de una memoria no declarativa o implícita (por oposición a la memoria declarativa o explícita, referida a los recuerdos
concientes), que tiene que ver con aquellas experiencias no procesadas
concientemente, y por tanto con el llamado “inconciente no reprimido”. Por
poner un ejemplo bastante banal en el área motora, cuando manejamos una
bicicleta realizamos todos los movimientos necesarios para que la bicicleta
permanezca en pie y continúe corriendo, pero no tenemos conciencia ninguna de
tales movimientos. Se han descrito varios tipos de memoria implícita, aunque la
de mayor interés para el psicoanálisis (y para la psicología cognitiva) es
aquella a la que se ha dado el nombre de memoria de procedimiento, que tiene
que ver con las pautas de relación interpersonal y las respuestas condicionadas.
Para sorpresa de los neurocientíficos modernos, ya Freud había descubierto este
tipo de memoria desde su análisis del caso Dora (Freud, 1905), a la que llamó transferencia. En la transferencia se
repiten sentimientos, fantasías y conflictos vividos con personas de la
infancia, en la “escena analítica” que se da aquí y ahora con el terapeuta, sin
ninguna conciencia por parte del paciente de que esté ocurriendo una
repetición. Esta memoria se deposita en zonas cerebrales diferentes de aquellas
que tienen que ver con la represión y con el recuerdo explícito, pues estas zonas
maduran más tarde y la memoria de procedimiento comienza mucho antes, en una época
preverbal. Así, la llamada teoría de las relaciones objetales tempranas, y en general
la importancia crucial que casi todos los teóricos posteriores a Freud le dan a
la relación madre-bebé, recibe un refuerzo definitivo de la neurociencia.
Eric Kandel, a quien se considera el padre de
la moderna neurociencia, se muestra de acuerdo con la teoría psicoanalítica
sobre la existencia de dos inconcientes: uno reprimido, base del llamado
inconciente dinámico freudiano, y otro no reprimido, al que Kandel llamó “inconciente
de procedimiento”. Así como ocurrió con el inconciente reprimido en los
comienzos del psicoanálisis, este inconciente no reprimido está siendo objeto
de estudio intenso hoy en día, tanto por parte de los psicoanalistas como de
los neurocientíficos. Los estudios de Matte-Blanco sobre el inconciente, que ya
hemos mencionado en varias ocasiones, se refieren básicamente a este
inconciente no reprimido, pero los trabajos de los analistas relacionales
actuales (que abordaremos en un capítulo posterior), o los de M. Mancia (2006)
en Italia, son otros tantos ejemplos del interés que ha suscitado este tema hoy
en día. Pero no podemos dejar de reconocer que es un tema de raigambre antigua
en el psicoanálisis, como lo atestiguan los muy abundantes trabajos
psicoanalíticos sobre la transferencia descubierta por Freud, el estudio del
psiquismo temprano de la “teoría de las relaciones objetales”, los de Winnicott
sobre la importancia de la relación madre-bebé para la salud mental posterior,
los de Balint sobre la “falla básica”, de H. Kohut sobre el desarrollo del self, de J. Bowlby sobre el “attachment”
o apego, y muchos otros.
Relacionado con este inconciente
de procedimiento está el viejo dilema entre la repetición y la creación
(Gisbert, A., 2004 y 2012), que ha sido objeto del interés, tanto del
psicoanálisis desde Freud[4] como de la neurociencia. Aquellas pautas
relacionales de las que hablamos a propósito del inconciente no reprimido se
organizan en “modelos implícitos” o “principios organizadores”, que tienden a
repetirse en las más disímiles situaciones posteriores como estrategias
heurísticas. Tales estrategias intentan resolver
situaciones actuales con pautas del pasado[5], y
la neurociencia nos ha ayudado a entender el por qué. La vieja intuición freudiana
sobre el “principio del placer”, tan dejada de lado por los mismos
psicoanalistas, resulta ahora corroborada por la neurociencia, pues al parecer
es la liberación de dopamina en las células cerebrales, que provoca una
sensación de placer (recompensa), la principal responsable de la fijación de
aquellas pautas arcaicas. La dopamina está involucrada en la adicción a las
drogas, de modo que podríamos definir a esta repetición del modelo implícito
como una verdadera adicción. Afortunadamente, el ser humano también es
creativo, lo que permite que durante el proceso analítico haya cambios, y es
esto lo que justifica la existencia misma de la psicoterapia psicoanalítica,
así como tantas otras cosas relacionadas con la creación (el arte, la ciencia,
la “cultura”, etc.)
La plasticidad cerebral
Pero también sobre la creación
tiene algo que decir la neurociencia, pues resulta que el cerebro es
“plástico”. Esto quiere decir que es capaz de registrar de manera duradera
la información que le llega desde afuera o desde adentro; de modo que ella deja una huella en los circuitos
neuronales, gracias a que se crean nuevas sinapsis, se refuerzan unas o se
debilitan otras, dependiendo de su mayor o menor uso. Esto es, el cerebro no es
estático sino siempre cambiante (desde la gestación hasta la muerte): como dice
Joan Coderch (2010) de manera algo dramática, el cerebro de cada ser humano
solo puede ser usado una vez, puesto que cada experiencia deja su huella en él
y la próxima vez ya será un cerebro nuevo. La clave de esto está en los axones
y en las sinapsis neuronales, y opera mediante los diferentes neurotransmisores
que se desprenden hacia los receptores dendríticos cuando el axón presináptico
es excitado. El tipo de información acogida y fijada en el cerebro depende del
circuito escogido, el que a su vez depende de la neurona postsináptica
escogida, que no será cualquiera sino una específica, formando así determinadas
redes que constituyen el sustrato
neurológico de nuestro psiquismo. Cuando unos determinados circuitos son usados
reiterativamente, correspondiendo a una acción o pensamiento, se refuerzan y se
fijan, haciendo de ese circuito el “preferido” cuando se va a tomar una
decisión; pero las acciones y pensamientos novedosos siempre podrán crear nuevos
circuitos, que se reforzarán o debilitarán dependiendo del uso que le demos.
Esto, que parece tan sencillo al exponerlo, en
realidad es mucho más complicado a nivel bioquímico molecular y eléctrico, pero
no es mi interés profundizar en esto sino ofrecer un esbozo esquemático del
funcionamiento cerebral. La idea que deseo trasmitir es que, puesto que el
cerebro puede cambiar en forma “permanente”, nuestro psiquismo también lo puede
hacer, o al revés. Y esto confirma, insisto, el que sea posible obtener cambios
presumiblemente permanentes a través de la psicoterapia analítica. Sin embargo,
los circuitos neuronales “antiguos” siempre pueden competir ventajosamente con
los nuevos, pues se encuentran mejor fijados por años de utilización, y ello
hace una vía más expedita ante determinadas situaciones (con un mínimo de
energía y un máximo de rapidez). Es esto lo que explica que la terapia
analítica deba necesariamente ser prolongada, para dar tiempo a que los nuevos
circuitos se afiancen en lugar de los viejos.
[1] En ese año escribió la que llamó su “Proyecto de una
Psicología para neurólogos”, que sin embargo nunca publicó. En este trabajo
Freud, que venía de ser neuropatólogo y comenzaba a incursionar en la práctica
médica como neurólogo, intenta aquí un ambicioso proyecto de psicología que
reúna en una teoría coherente la teoría de la neurona recién descubierta, la
patología clínica neurológica y la psicología normal. Como digo, nunca se
atrevió a publicar este trabajo, tan alejado del espíritu científico de su época
(¡y tan cercano al nuestro!), aunque varias de las teorías desarrolladas allí
las utilizó luego en su teorización propiamente psicoanalítica.
[2] Ver más adelante
[3] Me baso para esta afirmación en los estudios de la
neurociencia, pero también en los de los psicoanalistas Fonagy y col. (2004)
sobre el complejo proceso de feedback
afectivo entre padres y bebé en el proceso de mentalización y desarrollo del self, M. Klein y sus seguidores sobre
los mecanismos de introyección y proyección del bebé en su interacción con la
madre, los ya mencionados de Winnicott, los de Kohut, etc.
[4] Véanse,
amén de la transferencia, los fundamentales conceptos freudianos de “compulsión
de repetición”, las “fijaciones” en las etapas del desarrollo psicosexual
–oral, anal, fálica-, la omnipresente resistencia del analizando, etc.
[5] Esto es en realidad una “táctica de supervivencia” del
organismo, puesto que facilita la adaptación a las diversas situaciones con un
mínimo de energía y un máximo de rapidez.