miércoles, 4 de noviembre de 2015

Repetir o crear, ¿un dilema?

(Nota: Lo que sigue es una conferencia dictada en unas "Jornadas Sigmund Freud" de la Asociación Venezolana de Psicoanálisis, hace ya algunos años. No representa enteramente, por tanto, mi pensamiento psicoanalítico actual, que ha cambiado en ciertos aspectos. Si la reproduzco aquí es porque ya se insinúan allí algunas de las líneas de desarrollo que he seguido en estos últimos años, especialmente en lo que se refiere a la función de la metáfora en psicoanálisis, acerca de lo cual prometo hablar en una entrega posterior)

REPETIR O CREAR: ¿UN DILEMA?

Alfonso Gisbert[1]


         El tema que propone este titulo plantea lo que a primera vista parece una contradicción, pues como todo el mundo sabe, crear es lo contrario de repetir. Pero “lo que todo el mundo sabe” no siempre resulta del todo cierto. Es verdad que la creación lleva implícito lo nuevo, mientras la repetición alude a lo ya conocido, lo viejo. Una obra de arte cualquiera, no importa cuan antigua sea, la vemos siempre como una creación admirable, tal vez por lo novedosa que fue en su momento, mientras que una copia, así no sea idéntica, la despreciamos como un plagio. Sin embargo los freudianos insistimos, cuando hablamos de técnica psicoanalítica, en la idea de la repetición, e incluso la proponemos como algo no solo necesario sino sumamente valioso[2]. Alguien dirá que lo que pasa es que el psicoanálisis es una cosa y el arte otra muy distinta, idea con la que yo no estoy de acuerdo. Creo que, al contrario, el psicoanálisis y el arte se parecen mucho, y un somero repaso a la obra de Freud, sobre todo aquellos trabajos relacionados con el arte y la creatividad, nos bastaría para darnos cuenta de que él siempre anduvo rondando alrededor de esta idea, aproximándose o alejándose de ella; si no la llegó a aceptar por completo, y hasta la negó expresamente en algunos momentos, estoy convencido que fue por ciertas inhibiciones personales que nunca pudo superar. Véase como ejemplo esta cita del capitulo final de su Gradiva[3], donde se pregunta cómo es posible que el autor de la novela y el psicoanalista lleguen a similares resultados al analizar a los personajes:

Lo probable es que nos nutramos de la misma fuente, elaboremos idéntico objeto, cada uno de nosotros con diverso método; y la coincidencia en el resultado parece demostrar que ambos hemos trabajado bien… [El poeta] averigua desde si lo que nosotros aprendemos en otros, las leyes a que debe obedecer el quehacer de eso inconciente; pero no le hace falta formular esas leyes, ni siquiera discernirlas con claridad: debido a la actitud tolerante de su inteligencia, ellas están encarnadas en sus creaciones. Nosotros desarrollamos estas leyes por medio del análisis de las creaciones de él, tal como las hemos inferido de los casos de enfermedad real”. (op. Cit., pag. 76)

Pero no pretendo hablar ahora de Freud el hombre ni de sus posibles inhibiciones, sino de su teoría tal como nos la dejó en sus obras, que al cabo de más de un siglo de trajinar por el mundo sigue siendo fundamento para muchos profesionales de la psicología, la psiquiatría, la sociología y, por supuesto, el psicoanálisis. Cosa, por cierto, que alguien podría entender como un perfecto ejemplo de repetición, desde que una teoría tan vieja se continúa enseñando, repitiéndola año tras año en las aulas.

Pero también se repite la música de Mozart, de quien no hace mucho se  cumplieron con gran pompa 250 años. De ella nadie dice que sea vieja, o que sus innumerables interpretaciones y discos sean repeticiones, y seguimos disfrutando sus obras como si acabaran de ser compuestas. Alguien insistirá, por supuesto, en que una obra científica como la de Freud es algo muy distinto al arte musical de Mozart. Lo cual en principio no es mentira, claro, pero... Antes de hablar de este “pero” y exponer mis argumentos, preferiré en este punto citar a un conocido sociólogo chileno, Fernando Mires, quien a propósito de El malestar en la Cultura, de Freud, dice lo siguiente:

“...cada vez que he leído este libro me ha sido posible entenderlo de manera diferente. Pero la manera diferente no anula, curiosamente, la impresión obtenida en el pasado, sino que agrega otras que parecen tan inagotables como las veces que se puede leer un libro. Esto significa que parte de la genialidad de una obra reside en la propiedad que ella tiene de comunicar al observador nuevas sugerencias e ideas a través del tiempo...” [4]

No he citado este trozo tan solo para subrayar lo parecidas que pueden llegar a ser una partitura musical y una obra científica, sino que esta cita nos coloca en el mismo centro de lo que quiero comunicar. ¿Diremos, pues, que escuchar a Mozart una y otra vez es repetirlo? ¿O que es repetición leer a Freud una y otra vez? Y si decimos que no es así, deberemos dar una razón convincente, pues no cabe duda de que, descriptivamente hablando, se da allí, en un caso como en el otro, lo que parece una repetición. El punto decisivo en la cuestión es, para decirlo de una vez, que esas repeticiones no son un calco pasivo de la obra en cuestión, sino que, como dice Mires, ellas comunican al observador “nuevas sugerencias e ideas a través del tiempo”. Por eso llamaré a este fenómeno: una repetición creativa.

Repetición creativa... Sin duda es una expresión extraña, pues como dije antes, repetición y creación parecen ser términos antitéticos, por lo que esta denominación es una paradoja. Pero los psicoanalistas nos sentimos cómodos en la paradoja y en la antítesis, pues la teoría freudiana, desde sus mismos comienzos, es una dialéctica de términos antitéticos, y con mayor evidencia aun desde los aportes de Donald Winnicott acerca de los que él llamó “fenómenos transicionales”. En estos, la fantasía y la realidad, que se suponen también términos antitéticos, se alían para dar origen a lo que yo llamo una “tercera realidad”, distinta de las dos clásicas realidades freudianas, la externa y la interna. Esta tercera realidad, que no es ni interna ni externa, o más bien es las dos al mismo tiempo, conforma, según Winnicott, tanto el mundo del juego infantil como, posteriormente, el mundo cultural del adulto, incluido el arte, la ciencia y, por supuesto, el psicoanálisis.

Abundaré un poco en esta afirmación, que puede resultar sorprendente a algunos. Winnicott era pediatra además de psicoanalista, y como tal tuvo oportunidad de ver y reflexionar sobre los muchos bebés con sus madres que fueron a su consulta, provisto del bagaje practico-teórico de su formación psicoanalítica, y de su indudable genio creativo. En esta observación prefirió ubicarse, a diferencia de otros observadores del desarrollo infantil, en el punto de vista del bebé, lo cual le permitió crear una teoría novedosa sobre el desarrollo psicológico infantil, y muy especialmente acerca del pasaje de la temprana simbiosis materno filial a la separación psicológica (individuación); o en otras palabras, ir de la “omnipotencia” donde todo lo circundante es sentido como formando parte del yo[5], hasta el reconocimiento de lo “no-yo”; que correspondería a lo que Freud conceptuaba, desde un punto de vista teórico diferente, como la irrupción del “principio de realidad” en el reino hasta entonces irrestricto del “principio del placer”. Este pasaje tan importante, dice Winnicott, no puede, o no debe, realizarse abruptamente, sino a través de una etapa “transicional” que permita al bebe la adaptación a un nuevo estado de cosas muy diferente. Cuando por alguna razón no ocurre así, las consecuencias siempre son graves para el desarrollo psicológico del bebé. En esta etapa el bebe “crea” lo que podemos considerar su primer juguete y su primer símbolo, que generalmente es una cobijita, peluche, o cualquier objeto de textura suave. Este “objeto transicional”, desde nuestro punto de vista pareciera representar a la madre, o al pecho, pues tranquiliza al bebe cuando aquella no esta presente, pero para el bebé es su primera posesión “no-yo”, aunque reteniendo similares cualidades omnipotentes que las de su experiencia anterior.

A esta primera creación del niño no podemos calificarla simplemente como una fantasía, pues está anclada en un objeto concreto del mundo real que le resulta necesario palpar y acariciar para conseguir el efecto tranquilizador buscado. Es al mismo tiempo una creación fantasiosa y una realidad tangible, algo del mundo interno y del mundo externo a la vez, sin que podamos discriminar hasta donde llega el uno o el otro. Podríamos también afirmar, extremando la interpretación, que es la primera metáfora del ser humano, lo cual nos lleva ya mucho más lejos que la psicología evolutiva para internarnos de lleno en los predios del arte y de la cultura humanas.

Y es que, pensemos, ¿hay en verdad tanta diferencia entre ese primer objeto transicional y una obra poética o plástica? Así como la cobijita representaría (suponemos) a la madre, la obra de arte o la metáfora poética representan alguna o algunas otras cosas, sean naturales o culturales. Pero ciertamente la obra de arte, o cultural en general, tiene un estatuto y un valor propios, que nadie confunde con aquello que representa. Tampoco el bebe confunde la cobijita con la madre, pues su objeto transicional tiene valor por si mismo, aunque pueda tener efectos que a nosotros nos parecen “mágicos” (recuérdese la omnipotencia que, según Winnicott, persiste en esta etapa). Esta experiencia transicional por la que todos (o casi) hemos pasado tiene una continuidad en el tiempo a través del juego infantil, y en el adulto culmina en el mundo cultural. Pero en fin, tampoco era mi intención profundizar ahora en esta interesantísima cuestión, sino subrayar la trascendencia de los hallazgos winnicottianos.

Retomo mi afirmación anterior de que el psicoanálisis y el arte tienen mucho en común. No me refiero tan solo a la obra teórica y a la práctica de Freud o de los psicoanalistas posteriores, que es científica pero pudiera tener también mucho de artístico[6], sino también al tratamiento psicoanalítico mismo. Muchas coincidencias podríamos alegar entre las dos actividades, pero me interesa en este momento destacar el aspecto procesal de ambas. Me explico. Tanto al arte como al tratamiento analítico podemos definirlos como procesos. Y aun más, como procesos dialécticos. Winnicott decía que para que pueda producirse una obra original o un crecimiento mental, debe instaurarse una contradicción entre la tradición y lo nuevo. Sin tradición no puede haber novedad, pues esta última tiene que oponerse dialécticamente a lo ya existente para constituirse en novedad. Lo contrario también es cierto: sin las novedades que van surgiendo en el tiempo, no podría constituirse ninguna tradición.

Ahora bien, estaremos de acuerdo en que la tradición se ubica en el pasado, y lo nuevo en el futuro. Por eso el arte, que busca lo original, lo nuevo, es un proceso progresivo, busca siempre hacia adelante, por así decirlo. Ahora bien, es casi un lugar común decir que el psicoanálisis busca hacia atrás, en el pasado. Ciertamente, Freud siempre insistió en la importancia de recobrar los recuerdos reprimidos infantiles, y eso sigue siendo válido en el psicoanálisis contemporáneo. Aquí pareciera que nos topamos con un argumento contrario a mi tesis, una de esas diferencias definitorias que se postulan entre el psicoanálisis y el arte. Pues bien, yo postulo que esa diferencia no es tal, que el psicoanálisis terapéutico también busca hacia adelante, y no hacia atrás. Tampoco busca hacia adentro (del paciente), como a veces se dice, pues el progreso que buscamos no lo encontraremos “adentro”, sino en la realidad transicional, como la llamó Winnicott, o tercera realidad, y que es algo en última instancia perteneciente al mundo real, aunque pueda estar “embebido” (permítaseme el símil metafórico) de mundo interno. Algo que quizás no sea, en el caso del analizado, palpable en sentido concreto, pero que sí lo es en el metafórico, como el juego infantil o la experiencia musical, algo que se puede discutir con el analista y compartir con los demás; en todo caso, algo que ya no pertenece al mundo estrictamente privado de la fantasía inconciente.

Veamos un poco más. Para empezar, los recuerdos supuestamente recobrados en la cura analítica nunca son una copia de lo realmente acontecido en el pasado, sino una mezcla de fantasía y realidad que por lo general tiene más de lo primero. Freud tuvo que admitirlo muy tempranamente en su obra, cuando descubrió que los supuestos recuerdos de seducción de sus histéricas, que al principio lo llevaron a postular una teoría traumática de las neurosis, eran en verdad fantasías. Pero ese descubrimiento, al principio desilusionante porque le desbarataba su flamante teoría de la seducción por parte de adultos, lo llevó a la postre a algo mucho más importante, su concepción de “realidad psíquica”, que entonces opuso a la realidad que él llamaba “efectiva” y nosotros solemos llamar “realidad” a secas (o si lo preferimos, interna y externa, como hacía Melanie Klein). Winnicott prefería calificar a esta última (la “externa”) de realidad compartida, dando a entender que, al menos los no psicóticos, estamos más o menos de acuerdo sobre ella. La oposición entre las dos realidades freudianas resultó en lo sucesivo capital en la teoría psicoanalítica, pero es la postulación de una tercera realidad, resultante dialéctica de las dos anteriores, la que permitió conceptualizar al acto creativo y en general a la cultura humana[7]. El arte y la ciencia, y también el psicoanálisis y su práctica, están incluidos en esta categoría tercera.

Recordemos muy someramente cómo funciona la práctica psicoanalítica. Como es consabido, el analizando asocia libremente, y “transfiere” sobre el analista lo que Freud llamaba una neurosis transferencial. ¿Qué hace el analista con esta especie de neurosis experimental que se produce en el proceso analítico? Pues, como también es consabido, la “interpreta”. Y aquí ya vemos asomar una similitud bien específica del psicoanálisis con el arte, pues para poder apreciar la música de Mozart, o el arte dramático o escénico, por ejemplo, requerimos también de una interpretación, musical, teatral, dancística o lo que sea. Esto es, para poder entender lo que Mozart o Verdi o Shakespeare han escrito hace muchos años en lenguaje musical o verbal, necesitamos de  intérpretes actuales, es decir, de músicos, actores, bailarines o cantantes.

En psicoanálisis, la obra inconciente del autor-analizando (que se expresa en las asociaciones libres) también requiere de un intérprete, que en ese caso lo es el analista. Y en todos los casos que he mencionado antes la interpretación es creativa, pues el intérprete-analista siempre aporta algo original, tal como el intérprete-músico o el intérprete-actor-cantante-bailarín, etc. Por eso, y dependiendo de qué tan creativos sean, hay buenos y malos actores, músicos, bailarines, cantantes o analistas. No se trata de comunicar literalmente lo que el autor pretendió originalmente, pues ello sería, de ser posible (que no lo es), inútil y aburrido. Pero ciertamente no podemos en ningún caso penetrar con certeza la mente del autor cuando escribió unas notas o unas palabras o verbalizó en el diván unas asociaciones que siempre son, todas ellas, ambiguas o equívocas. Claro que reflejan el pensamiento del autor, o al menos eso suponemos, pero siempre requerirán de un intérprete que las traduzca, llámese actor, lector, músico, analista, etc. Si esa traducción es creativa, esto es, novedosa, diremos que es buena; si no lo es, probablemente será un plagio de algún creador anterior. En psicoanálisis suele pasar con ciertos terapeutas principiantes, que se apegan demasiado a las teorías freudianas o post-freudianas, sin atreverse a desplegar su creatividad propia. Nada diferente, por cierto, del pintor o el poeta que plagian a un artista del pasado. El autor que en la práctica psicoanalítica se debe interpretar no es Freud o Klein o Winnicott, sino el analizando: no es sino a él a quien hay que traducir a través de la interpretación. Otra cosa es, por supuesto, cuando hablamos de teoría.

Pero es que, además, y esto me parece muy importante, el autor de una obra realmente creativa siempre habla en metáforas, y las metáforas dicen mucho más de lo que parece a primera vista, o incluso de lo que pretendió el autor en un principio, cuando las creó. Considérese la cita de Fernando Mires, por ejemplo, y piénsese si es probable o no que Freud estuviese conciente de todos los significados que sus lectores del futuro le encontrarían a sus palabras. La respuesta será probablemente que no. Lo mismo pasa con cualquier obra artística, ya que todo artista habla en metáforas, y las metáforas tienen muchos significados, en realidad tantos como intérpretes se acerquen a ellas.

¿Y es que Freud, siendo un científico -se preguntará el lector- hablaba en metáforas también? Pues sí, los científicos también hablan en metáforas, quizás no tan obvias como las poéticas, quizás de características algo distintas, pero metáforas sin ninguna duda. ¿Cómo, si no, habríamos podido entender y aceptar su teoría topográfica, o la “energética”, de la mente, por poner tan solo dos ejemplos? En realidad yo creo que la metáfora es la única forma en que el hombre logra hablar a sus semejantes acerca de cosas profundas, abstractas o desconocidas. Son estas metáforas, artísticas o científicas, las que permiten que, para cada espectador de la obra, ella tenga significados nuevos que son casi inagotables. Si así no fuera, los museos de arte (donde puede haber obras muy antiguas) no tendrían sentido, ni las reimpresiones de las grandes obras literarias (bastaría en estos casos con leer una recapitulación o resumen de algún crítico), etc. Algo similar ocurre con la ciencia, incluido el psicoanálisis y el proceso psicoanalítico (terapéutico), del que Freud decía que era interminable: una vez que se ha descubierto el carácter metafórico de las asociaciones libres, los significados contenidos en ellas y en las llamadas “formaciones del inconciente” (sueños, lapsus, recuerdos encubridores, etc.) permiten al analista interpretarlos, esto es, sacarlos de su claustro inconciente, y es a partir de allí que el proceso se enriquece y avanza, teóricamente ad infinitum. Igual ocurre con el proceso histórico de la ciencia en general, que se va enriqueciendo cada vez más y más a partir de las teorías científicas anteriores. También este tema podría llevarnos muy lejos, y no es mi intención incursionar ahora en el, pero era importante mencionarlo.

Volvamos al intérprete. Este es, ante todo, un traductor, o un pretendido traductor del pensamiento original del autor. Pero por eso mismo, y ahí otra paradoja, también es un traidor, según la famosa máxima italiana (“traduttore, tradittore”), un inevitable traidor del autor, a cuyo pensamiento original nadie podrá jamás acceder, sino es a través de la interpretación del músico, del actor o del analista. O de nuestra propia traducción, en el caso de la literatura o las artes plásticas, que no por prescindir de intérpretes intermediarios es menos incierta. Este interprete-traductor pretende instalarse en el pasado de lo producido por el autor, esto es, en la tradición, en el origen, pero ello es imposible (lo cual resulta aun más evidente en psicoanálisis, pues este se las ve con el inconciente que, claro, es inconciente). Así, privado de la posibilidad de traducir fielmente al autor, tan solo le queda descubrir algunos de los significados implícitos en las metáforas creadas por aquel, a través de su propia interpretación.

Y es por eso que en la traducción interpretativa siempre se da, corrijo, debe darse, un proceso creativo: analítico, científico o artístico, que avance siempre hacia adelante, hacia el futuro, en donde el aparente repetir de lo antiguo no es sino una nueva oportunidad de crear algo descubriendo nuevos y nuevos significados. Por eso Picasso hacía varias versiones previas de sus cuadros más novedosos, por ejemplo, donde “repetía” cada vez el anterior introduciendo allí novedades hasta llegar al definitivo. Y en música hay versiones de ciertas piezas, lo que se llama “tema con variaciones”, que también se da en la pintura a propósito de cuadros famosos (y nada de esto es plagio, pues es creativo). Y en psicoanálisis resulta imperativo repetir (y que el analista lo permita), en el proceso transferencial, la neurosis infantil original, pues es sobre esta neurosis infantil que había permanecido reprimida, inconciente, que se van proponiendo significados nuevos, soluciones creativas que el analizando termina manejando en su conciencia y en su voluntad, ya no en la forma automática y siempre idéntica en que antes le era dictada desde su inconciente. A esto último lo llamamos neurosis, claro, pero podríamos llamarlo también una “repetición no-creativa”.

A propósito de Picasso, uno de los consejos que él solía dar a los pintores jóvenes era que no aguardaran la llegada de la inspiración, sino que esta “los pillara trabajando”. Y trabajar, sea en pintura o en música o en química o en psicoanálisis, es en buena medida repetir. Repetir, por ejemplo, las enseñanzas aprendidas de los maestros, o las piezas musicales o plásticas ya existentes, o las técnicas de investigación científica o, en el caso de la cura analítica, la neurosis transferencial. Esto probablemente no tenga nada de fascinante en sí mismo, aunque sea interesante para quien tiene determinada vocación; pero es siempre en esta repetición, y solo en ella, donde la chispa creadora consigue brotar, para sorpresa y  regocijo tanto del creador como del espectador, del artista como de su intérprete, del investigador científico como de su continuador, del analizando como de su analista. Y es ahí, según creo, donde radica el secreto de cualquier progreso cultural humano.



[1] Miembro titular y didacta de la Asociación Venezolana de Psicoanálisis
[2] Véase, como ejemplo, el fundamental trabajo técnico de Freud Recordar, repetir y reelaborar (1914). Obras completas, Tomo XII, Amorrortu editores, Bs. Aires.
[3] El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen, Freud, S. (1907) Obras completas, Tomo IX, Amorrortu editores, Bs. Aires
[4] Fernando Mires (1989) El malestar en la barbarie. Editorial Nueva Sociedad, Caracas
[5] Winnicott no lo describía en estos términos, mas propios de una descripción externa, sino como que en el mundo del bebe las cosas simplemente “ocurrían” (esto es, si tiene hambre el pecho aparece, como  si fuese a consecuencia de su deseo, si tiene frío aparece el abrigo, etc.) y debían continuar ocurriendo así para que la experiencia de vida no sufriera una brusca interrupción.

[6] Aludo aquí a cosas como que Freud mereciera el premio Goethe por lo bien que escribía, por ejemplo, o a la metáfora sobre el “arte” de curar, pero lo que pretendo es insistir en las similitudes ciencia-arte que sugiere la cita anterior de Fernando Mires.
[7] Para una revisión más completa de este tema, véase mi libro Psicoanálisis de la Creación, bid & co. Editor, Caracas. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario