REPETIR O CREAR: ¿UN DILEMA?
Alfonso Gisbert[1]
El tema que propone este titulo plantea
lo que a primera vista parece una contradicción, pues como todo el mundo sabe,
crear es lo contrario de repetir. Pero “lo que todo el mundo sabe” no siempre
resulta del todo cierto. Es verdad que la creación lleva implícito lo nuevo,
mientras la repetición alude a lo ya conocido, lo viejo. Una obra de arte
cualquiera, no importa cuan antigua sea, la vemos siempre como una creación
admirable, tal vez por lo novedosa que fue en su momento, mientras que una
copia, así no sea idéntica, la despreciamos como un plagio. Sin embargo los
freudianos insistimos, cuando hablamos de técnica psicoanalítica, en la idea de
la repetición, e incluso la proponemos como algo no solo necesario sino sumamente
valioso[2].
Alguien dirá que lo que pasa es que el psicoanálisis es una cosa y el arte otra
muy distinta, idea con la que yo no estoy de acuerdo. Creo que, al contrario,
el psicoanálisis y el arte se parecen mucho, y un somero repaso a la obra de Freud,
sobre todo aquellos trabajos relacionados con el arte y la creatividad, nos
bastaría para darnos cuenta de que él siempre anduvo rondando alrededor de esta
idea, aproximándose o alejándose de ella; si no la llegó a aceptar por completo,
y hasta la negó expresamente en algunos momentos, estoy convencido que fue por
ciertas inhibiciones personales que nunca pudo superar. Véase como ejemplo esta
cita del capitulo final de su Gradiva[3],
donde se pregunta cómo es posible que el autor de la novela y el psicoanalista
lleguen a similares resultados al analizar a los personajes:
“Lo
probable es que nos nutramos de la misma fuente, elaboremos idéntico objeto,
cada uno de nosotros con diverso método; y la coincidencia en el resultado
parece demostrar que ambos hemos trabajado bien… [El poeta] averigua desde si
lo que nosotros aprendemos en otros, las leyes a que debe obedecer el quehacer
de eso inconciente; pero no le hace falta formular esas leyes, ni siquiera
discernirlas con claridad: debido a la actitud tolerante de su inteligencia,
ellas están encarnadas en sus creaciones. Nosotros desarrollamos estas leyes
por medio del análisis de las creaciones de él, tal como las hemos inferido de
los casos de enfermedad real”. (op. Cit., pag. 76)
Pero no pretendo
hablar ahora de Freud el hombre ni de sus posibles inhibiciones, sino de su
teoría tal como nos la dejó en sus obras, que al cabo de más de un siglo de
trajinar por el mundo sigue siendo fundamento para muchos profesionales de la
psicología, la psiquiatría, la sociología y, por supuesto, el psicoanálisis.
Cosa, por cierto, que alguien podría entender como un perfecto ejemplo de
repetición, desde que una teoría tan vieja se continúa enseñando, repitiéndola
año tras año en las aulas.
Pero también se
repite la música de Mozart, de quien no hace mucho se cumplieron con gran pompa 250 años. De ella
nadie dice que sea vieja, o que sus innumerables interpretaciones y discos sean
repeticiones, y seguimos disfrutando sus obras como si acabaran de ser
compuestas. Alguien insistirá, por supuesto, en que una obra científica como la
de Freud es algo muy distinto al arte musical de Mozart. Lo cual en principio
no es mentira, claro, pero... Antes de hablar de este “pero” y exponer mis
argumentos, preferiré en este punto citar a un conocido sociólogo chileno, Fernando
Mires, quien a propósito de El malestar
en la Cultura ,
de Freud, dice lo siguiente:
“...cada vez que he leído este
libro me ha sido posible entenderlo de manera diferente. Pero la manera
diferente no anula, curiosamente, la impresión obtenida en el pasado, sino que
agrega otras que parecen tan inagotables como las veces que se puede leer un
libro. Esto significa que parte de la genialidad de una obra reside en la
propiedad que ella tiene de comunicar al observador nuevas sugerencias e ideas
a través del tiempo...” [4]
No he citado este
trozo tan solo para subrayar lo parecidas que pueden llegar a ser una partitura
musical y una obra científica, sino que esta cita nos coloca en el mismo centro
de lo que quiero comunicar. ¿Diremos, pues, que escuchar a Mozart una y otra
vez es repetirlo? ¿O que es repetición leer a Freud una y otra vez? Y si
decimos que no es así, deberemos dar una razón convincente, pues no cabe duda
de que, descriptivamente hablando, se da allí, en un caso como en el otro, lo
que parece una repetición. El punto decisivo en la cuestión es, para decirlo de
una vez, que esas repeticiones no son un calco pasivo de la obra en cuestión,
sino que, como dice Mires, ellas comunican al observador “nuevas sugerencias e
ideas a través del tiempo”. Por eso llamaré a este fenómeno: una repetición
creativa.
Repetición
creativa... Sin duda es una expresión extraña, pues como dije antes, repetición
y creación parecen ser términos antitéticos, por lo que esta denominación es
una paradoja. Pero los psicoanalistas nos sentimos cómodos en la paradoja y en
la antítesis, pues la teoría freudiana, desde sus mismos comienzos, es una
dialéctica de términos antitéticos, y con mayor evidencia aun desde los aportes
de Donald Winnicott acerca de los que él llamó “fenómenos transicionales”. En
estos, la fantasía y la realidad, que se suponen también términos antitéticos,
se alían para dar origen a lo que yo llamo una “tercera realidad”, distinta de
las dos clásicas realidades freudianas, la externa y la interna. Esta tercera
realidad, que no es ni interna ni externa, o más bien es las dos al mismo
tiempo, conforma, según Winnicott, tanto el mundo del juego infantil como,
posteriormente, el mundo cultural del adulto, incluido el arte, la ciencia y,
por supuesto, el psicoanálisis.
Abundaré un poco
en esta afirmación, que puede resultar sorprendente a algunos. Winnicott era
pediatra además de psicoanalista, y como tal tuvo oportunidad de ver y
reflexionar sobre los muchos bebés con sus madres que fueron a su consulta,
provisto del bagaje practico-teórico de su formación psicoanalítica, y de su
indudable genio creativo. En esta observación prefirió ubicarse, a diferencia
de otros observadores del desarrollo infantil, en el punto de vista del bebé,
lo cual le permitió crear una teoría novedosa sobre el desarrollo psicológico
infantil, y muy especialmente acerca del pasaje de la temprana simbiosis
materno filial a la separación psicológica (individuación); o en otras
palabras, ir de la “omnipotencia” donde todo lo circundante es sentido como
formando parte del yo[5],
hasta el reconocimiento de lo “no-yo”; que correspondería a lo que Freud conceptuaba,
desde un punto de vista teórico diferente, como la irrupción del “principio de
realidad” en el reino hasta entonces irrestricto del “principio del placer”.
Este pasaje tan importante, dice Winnicott, no puede, o no debe, realizarse
abruptamente, sino a través de una etapa “transicional” que permita al bebe la
adaptación a un nuevo estado de cosas muy diferente. Cuando por alguna razón no
ocurre así, las consecuencias siempre son graves para el desarrollo psicológico
del bebé. En esta etapa el bebe “crea” lo que podemos considerar su primer
juguete y su primer símbolo, que generalmente es una cobijita, peluche, o
cualquier objeto de textura suave. Este “objeto transicional”, desde nuestro
punto de vista pareciera representar a la madre, o al pecho, pues tranquiliza
al bebe cuando aquella no esta presente, pero para el bebé es su primera
posesión “no-yo”, aunque reteniendo similares cualidades omnipotentes que las
de su experiencia anterior.
A esta primera
creación del niño no podemos calificarla simplemente como una fantasía, pues
está anclada en un objeto concreto del mundo real que le resulta necesario
palpar y acariciar para conseguir el efecto tranquilizador buscado. Es al mismo
tiempo una creación fantasiosa y una realidad tangible, algo del mundo interno
y del mundo externo a la vez, sin que podamos discriminar hasta donde llega el
uno o el otro. Podríamos también afirmar, extremando la interpretación, que es
la primera metáfora del ser humano, lo cual nos lleva ya mucho más lejos que la
psicología evolutiva para internarnos de lleno en los predios del arte y de la
cultura humanas.
Y es que,
pensemos, ¿hay en verdad tanta diferencia entre ese primer objeto transicional
y una obra poética o plástica? Así como la cobijita representaría (suponemos) a
la madre, la obra de arte o la metáfora poética representan alguna o algunas otras
cosas, sean naturales o culturales. Pero ciertamente la obra de arte, o cultural
en general, tiene un estatuto y un valor propios, que nadie confunde con
aquello que representa. Tampoco el bebe confunde la cobijita con la madre, pues
su objeto transicional tiene valor por si mismo, aunque pueda tener efectos que
a nosotros nos parecen “mágicos” (recuérdese la omnipotencia que, según
Winnicott, persiste en esta etapa). Esta experiencia transicional por la que
todos (o casi) hemos pasado tiene una continuidad en el tiempo a través del
juego infantil, y en el adulto culmina en el mundo cultural. Pero en fin,
tampoco era mi intención profundizar ahora en esta interesantísima cuestión,
sino subrayar la trascendencia de los hallazgos winnicottianos.
Retomo mi
afirmación anterior de que el psicoanálisis y el arte tienen mucho en común. No
me refiero tan solo a la obra teórica y a la práctica de Freud o de los
psicoanalistas posteriores, que es científica pero pudiera tener también mucho
de artístico[6], sino
también al tratamiento psicoanalítico mismo. Muchas coincidencias podríamos
alegar entre las dos actividades, pero me interesa en este momento destacar el
aspecto procesal de ambas. Me explico. Tanto al arte como al tratamiento
analítico podemos definirlos como procesos. Y aun más, como procesos
dialécticos. Winnicott decía que para que pueda producirse una obra original o
un crecimiento mental, debe instaurarse una contradicción entre la tradición y
lo nuevo. Sin tradición no puede haber novedad, pues esta última tiene que
oponerse dialécticamente a lo ya existente para constituirse en novedad. Lo
contrario también es cierto: sin las novedades que van surgiendo en el tiempo,
no podría constituirse ninguna tradición.
Ahora bien,
estaremos de acuerdo en que la tradición se ubica en el pasado, y lo nuevo en
el futuro. Por eso el arte, que busca lo original, lo nuevo, es un proceso
progresivo, busca siempre hacia adelante, por así decirlo. Ahora bien, es casi
un lugar común decir que el psicoanálisis busca hacia atrás, en el pasado. Ciertamente,
Freud siempre insistió en la importancia de recobrar los recuerdos reprimidos
infantiles, y eso sigue siendo válido en el psicoanálisis contemporáneo. Aquí
pareciera que nos topamos con un argumento contrario a mi tesis, una de esas
diferencias definitorias que se postulan entre el psicoanálisis y el arte. Pues
bien, yo postulo que esa diferencia no es tal, que el psicoanálisis terapéutico
también busca hacia adelante, y no hacia atrás. Tampoco busca hacia adentro
(del paciente), como a veces se dice, pues el progreso que buscamos no lo
encontraremos “adentro”, sino en la realidad transicional, como la llamó
Winnicott, o tercera realidad, y que es algo en última instancia perteneciente
al mundo real, aunque pueda estar “embebido” (permítaseme el símil metafórico)
de mundo interno. Algo que quizás no sea, en el caso del analizado, palpable en
sentido concreto, pero que sí lo es en el metafórico, como el juego infantil o
la experiencia musical, algo que se puede discutir con el analista y compartir
con los demás; en todo caso, algo que ya no pertenece al mundo estrictamente
privado de la fantasía inconciente.
Veamos un poco
más. Para empezar, los recuerdos supuestamente recobrados en la cura analítica
nunca son una copia de lo realmente acontecido en el pasado, sino una mezcla de
fantasía y realidad que por lo general tiene más de lo primero. Freud tuvo que
admitirlo muy tempranamente en su obra, cuando descubrió que los supuestos
recuerdos de seducción de sus histéricas, que al principio lo llevaron a
postular una teoría traumática de las neurosis, eran en verdad fantasías. Pero
ese descubrimiento, al principio desilusionante porque le desbarataba su
flamante teoría de la seducción por parte de adultos, lo llevó a la postre a
algo mucho más importante, su concepción de “realidad psíquica”, que entonces
opuso a la realidad que él llamaba “efectiva” y nosotros solemos llamar
“realidad” a secas (o si lo preferimos, interna y externa, como hacía Melanie
Klein). Winnicott prefería calificar a esta última (la “externa”) de realidad compartida,
dando a entender que, al menos los no psicóticos, estamos más o menos de
acuerdo sobre ella. La oposición entre las dos realidades freudianas resultó en
lo sucesivo capital en la teoría psicoanalítica, pero es la postulación de una
tercera realidad, resultante dialéctica de las dos anteriores, la que permitió conceptualizar
al acto creativo y en general a la cultura humana[7].
El arte y la ciencia, y también el psicoanálisis y su práctica, están incluidos
en esta categoría tercera.
Recordemos muy someramente
cómo funciona la práctica psicoanalítica. Como es consabido, el analizando
asocia libremente, y “transfiere” sobre el analista lo que Freud llamaba una
neurosis transferencial. ¿Qué hace el analista con esta especie de neurosis experimental
que se produce en el proceso analítico? Pues, como también es consabido, la “interpreta”.
Y aquí ya vemos asomar una similitud bien específica del psicoanálisis con el
arte, pues para poder apreciar la música de Mozart, o el arte dramático o
escénico, por ejemplo, requerimos también de una interpretación, musical,
teatral, dancística o lo que sea. Esto es, para poder entender lo que Mozart o
Verdi o Shakespeare han escrito hace muchos años en lenguaje musical o verbal,
necesitamos de intérpretes actuales, es
decir, de músicos, actores, bailarines o cantantes.
En
psicoanálisis, la obra inconciente del autor-analizando (que se expresa en las
asociaciones libres) también requiere de un intérprete, que en ese caso lo es
el analista. Y en todos los casos que he mencionado antes la interpretación es
creativa, pues el intérprete-analista siempre aporta algo original, tal como el
intérprete-músico o el intérprete-actor-cantante-bailarín, etc. Por eso, y dependiendo
de qué tan creativos sean, hay buenos y malos actores, músicos, bailarines,
cantantes o analistas. No se trata de comunicar literalmente lo que el autor pretendió
originalmente, pues ello sería, de ser posible (que no lo es), inútil y
aburrido. Pero ciertamente no podemos en ningún caso penetrar con certeza la
mente del autor cuando escribió unas notas o unas palabras o verbalizó en el
diván unas asociaciones que siempre son, todas ellas, ambiguas o equívocas.
Claro que reflejan el pensamiento del autor, o al menos eso suponemos, pero
siempre requerirán de un intérprete que las traduzca, llámese actor, lector,
músico, analista, etc. Si esa traducción es creativa, esto es, novedosa,
diremos que es buena; si no lo es, probablemente será un plagio de algún
creador anterior. En psicoanálisis suele pasar con ciertos terapeutas
principiantes, que se apegan demasiado a las teorías freudianas o
post-freudianas, sin atreverse a desplegar su creatividad propia. Nada
diferente, por cierto, del pintor o el poeta que plagian a un artista del
pasado. El autor que en la práctica psicoanalítica se debe interpretar no es
Freud o Klein o Winnicott, sino el analizando: no es sino a él a quien hay que
traducir a través de la interpretación. Otra cosa es, por supuesto, cuando
hablamos de teoría.
Pero es que,
además, y esto me parece muy importante, el autor de una obra realmente
creativa siempre habla en metáforas, y las metáforas dicen mucho más de lo que
parece a primera vista, o incluso de lo que pretendió el autor en un principio,
cuando las creó. Considérese la cita de Fernando Mires, por ejemplo, y piénsese
si es probable o no que Freud estuviese conciente de todos los significados que
sus lectores del futuro le encontrarían a sus palabras. La respuesta será
probablemente que no. Lo mismo pasa con cualquier obra artística, ya que todo
artista habla en metáforas, y las metáforas tienen muchos significados, en
realidad tantos como intérpretes se acerquen a ellas.
¿Y es que Freud,
siendo un científico -se preguntará el lector- hablaba en metáforas también?
Pues sí, los científicos también hablan en metáforas, quizás no tan obvias como
las poéticas, quizás de características algo distintas, pero metáforas sin
ninguna duda. ¿Cómo, si no, habríamos podido entender y aceptar su teoría
topográfica, o la “energética”, de la mente, por poner tan solo dos ejemplos?
En realidad yo creo que la metáfora es la única forma en que el hombre logra
hablar a sus semejantes acerca de cosas profundas, abstractas o desconocidas. Son
estas metáforas, artísticas o científicas, las que permiten que, para cada
espectador de la obra, ella tenga significados nuevos que son casi inagotables.
Si así no fuera, los museos de arte (donde puede haber obras muy antiguas) no
tendrían sentido, ni las reimpresiones de las grandes obras literarias
(bastaría en estos casos con leer una recapitulación o resumen de algún
crítico), etc. Algo similar ocurre con la ciencia, incluido el psicoanálisis y el
proceso psicoanalítico (terapéutico), del que Freud decía que era interminable:
una vez que se ha descubierto el carácter metafórico de las asociaciones
libres, los significados contenidos en ellas y en las llamadas “formaciones del
inconciente” (sueños, lapsus, recuerdos encubridores, etc.) permiten al
analista interpretarlos, esto es, sacarlos de su claustro inconciente, y es a
partir de allí que el proceso se enriquece y avanza, teóricamente ad infinitum. Igual ocurre con el
proceso histórico de la ciencia en general, que se va enriqueciendo cada vez
más y más a partir de las teorías científicas anteriores. También este tema
podría llevarnos muy lejos, y no es mi intención incursionar ahora en el, pero
era importante mencionarlo.
Volvamos al intérprete.
Este es, ante todo, un traductor, o un pretendido traductor del pensamiento
original del autor. Pero por eso mismo, y ahí otra paradoja, también es un
traidor, según la famosa máxima italiana (“traduttore, tradittore”), un
inevitable traidor del autor, a cuyo pensamiento original nadie podrá jamás
acceder, sino es a través de la interpretación del músico, del actor o del
analista. O de nuestra propia traducción, en el caso de la literatura o las
artes plásticas, que no por prescindir de intérpretes intermediarios es menos
incierta. Este interprete-traductor pretende instalarse en el pasado de lo
producido por el autor, esto es, en la tradición, en el origen, pero ello es imposible
(lo cual resulta aun más evidente en psicoanálisis, pues este se las ve con el
inconciente que, claro, es inconciente). Así, privado de la posibilidad de
traducir fielmente al autor, tan solo le queda descubrir algunos de los
significados implícitos en las metáforas creadas por aquel, a través de su
propia interpretación.
Y es por eso que
en la traducción interpretativa siempre se da, corrijo, debe darse, un proceso
creativo: analítico, científico o artístico, que avance siempre hacia adelante,
hacia el futuro, en donde el aparente repetir de lo antiguo no es sino una
nueva oportunidad de crear algo descubriendo nuevos y nuevos significados. Por
eso Picasso hacía varias versiones previas de sus cuadros más novedosos, por
ejemplo, donde “repetía” cada vez el anterior introduciendo allí novedades hasta
llegar al definitivo. Y en música hay versiones de ciertas piezas, lo que se
llama “tema con variaciones”, que también se da en la pintura a propósito de
cuadros famosos (y nada de esto es plagio, pues es creativo). Y en
psicoanálisis resulta imperativo repetir (y que el analista lo permita), en el
proceso transferencial, la neurosis infantil original, pues es sobre esta
neurosis infantil que había permanecido reprimida, inconciente, que se van
proponiendo significados nuevos, soluciones creativas que el analizando termina
manejando en su conciencia y en su voluntad, ya no en la forma automática y
siempre idéntica en que antes le era dictada desde su inconciente. A esto último
lo llamamos neurosis, claro, pero podríamos llamarlo también una “repetición
no-creativa”.
A propósito de
Picasso, uno de los consejos que él solía dar a los pintores jóvenes era que no
aguardaran la llegada de la inspiración, sino que esta “los pillara trabajando”.
Y trabajar, sea en pintura o en música o en química o en psicoanálisis, es en
buena medida repetir. Repetir, por ejemplo, las enseñanzas aprendidas de los
maestros, o las piezas musicales o plásticas ya existentes, o las técnicas de
investigación científica o, en el caso de la cura analítica, la neurosis
transferencial. Esto probablemente no tenga nada de fascinante en sí mismo,
aunque sea interesante para quien tiene determinada vocación; pero es siempre
en esta repetición, y solo en ella, donde
la chispa creadora consigue brotar, para sorpresa y regocijo tanto del creador como del espectador,
del artista como de su intérprete, del investigador científico como de su
continuador, del analizando como de su analista. Y es ahí, según creo, donde
radica el secreto de cualquier progreso cultural humano.
[2]
Véase, como ejemplo, el fundamental trabajo técnico de Freud Recordar, repetir y reelaborar (1914).
Obras completas, Tomo XII, Amorrortu editores, Bs. Aires.
[3] El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen,
Freud, S. (1907) Obras completas, Tomo IX, Amorrortu editores, Bs. Aires
[5] Winnicott
no lo describía en estos términos, mas propios de una descripción externa, sino
como que en el mundo del bebe las cosas simplemente “ocurrían” (esto es, si
tiene hambre el pecho aparece, como si
fuese a consecuencia de su deseo, si tiene frío aparece el abrigo, etc.) y
debían continuar ocurriendo así para que la experiencia de vida no sufriera una
brusca interrupción.
[6] Aludo
aquí a cosas como que Freud mereciera el premio Goethe por lo bien que
escribía, por ejemplo, o a la metáfora sobre el “arte” de curar, pero lo que
pretendo es insistir en las similitudes ciencia-arte que sugiere la cita
anterior de Fernando Mires.
[7] Para
una revisión más completa de este tema, véase mi libro Psicoanálisis de la
Creación , bid & co. Editor, Caracas.
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